Existe en los valles templados de la América del Sud, un pajarillo muy pequeño de color oscuro, una especie de curruca o ruiseñor bastardo, de canto muy armonioso, que le llaman el "chiru-chiru". Este pajarillo, fabrica su nido en forma de una larga bolsa, colgada en la rama más alta de algún árbol, eligiendo los parajes más silenciosos. Dicha bolsa está trabajada, desde el fondo hasta la entrada, que apenas es un insignificante boquete suficiente para dar paso al cuerpo de la avecilla, mediante un entrelazado de espinos de algarrobo, con las púas dispuestas para afuera, tan fuerte, tan sólidamente asegurados por una sustancia elástica, parecida al pergamino, que elabora el pajarillo, que es imposible descubrir el fondo del nido, a menos que se destroce con un instrumento cortante aquella curiosa construcción erizada de defensivos.
Por analogía con el tal nido y por una antigua costumbre, en algunos lugares, como en los valles del Departamento de Cochabamba, a la persona que tiene los cabellos en desorden y pelos erizados, suele decírseles "cabeza de chiru chiru".
Hacen tres siglos más o menos, desde que, en la falda del cerro "Pie de Gallo" situado hacia el oriente y en las goteras de la ciudad de Oruro, donde descubrieron los conquistadores españoles las primeras y riquísimas minas de plata conocidas con el nombre de "Socavón de la Virgen", vivía, o mejor dicho, había hecho su guarida, un ladrón ratero, a quien, sea por la semejanza de su guarida con el nido de la avecilla descrita, le llamaban "el chiru chiru".
El tal ladrón, que, sea dicho de paso, no era criminal sanguinario y sólo se ocupaba de cometer raterías; en un paraje abrupto por entonces y hoy terraplenado y convertido en plazoleta, había edificado su miserable vivienda, tan baja y mal hecha, como para que no llegase a llamar la atención de ninguna persona -y así era- los que conocían al chiru chiru e ignoraban las malas artes a que se dedicaba, lo consideraban como a un mendigo o como a un pobre vagabundo e inofensivo, sin que faltaran persona caritativas que aún le prestaran su protección. Él por su parte, tenía la suficiente habilidad para vender en un barrio apartado de nuestra ciudad de Oruro, lo que hurtaba en otro, desempeñando en apariencia el papel de simple comisionista o encargado de terceras personas; de manera que, siendo un pobre diablo tan insignificante e ignorándose hasta su procedencia, nadie se preocupó nunca de conocer su guarida, con tanta más razón, cuanto que él, o madrugaba mucho o permanecía herméticamente cerrado dentro de aquella.
Los años habían pasado sin que se notara ninguna novedad ni alteración en la vida siempre igual del "chiru chiru", hasta que, un buen día de esos, se notó su desaparición, sin que nadie lo hubiese visto en ninguna parte ni a ninguna hora. Como pasó bastante sin su aparición, algún vecino se le ocurrió ir a visitar la guarida del hombre.
Trasladóse la comisión, auxiliada de un mechero, sospechando la lobreguez del zaquizamí; y habiendo encontrado su puertecita un poco entreabierta, penetró resueltamente en el aposento -y aquí viene el asombro y la estupefacción de los concurrentes- encontraron al infeliz chiru chiru... muerto y tendido, cuan largo era, sobre su miserable y vil camastro.
Tal asombro y tal estupefacción se hicieron indescriptibles, cuando, al levantar los ojos, contemplaron, a la cabecera del cadáver y en la pared que servía de moginete al cuartucho, una sorprendente y maravillosa virgen, casi de tamaño natural, de la "Virgen de Candelaria", con su hermoso niño y los atributos de aquella advocación, cayendo involuntariamente de rodillas los felices espectadores de aquel prodigio.
Cundió la noticia en un santiamén, acudieron los vecinos, todos mineros, y, bien pronto, los habitantes íntegros de la ciudad; extrajeron el cadáver de Chira-Chira, para re-conocer la causa de su muerte, amortajarlo decentemente y darle honrosa sepultura; y la guarida de éste, convertirla, desde entonces, en una especie de Sancta-Santorun fue el sitio de una romería incesante, que duró meses, años y siglos, y que continúa, ininterrumpida, hasta el presente.
El "Chiru Chiru", era efectivamente devoto de la Virgen de Candelaria y tenía a su cabecera una pequeña imagen de su patrona, en un cuadrito litografiado o, seguramente, estampado en madera, en esa época.
Todas las noches que salía a hacer sus fechorías (porque de día era el hombre más honrado), le dejaba infaliblemente, encendida una velita de sebo a su Virgen, para que le amparase en sus correrías y la sacase "con bien" de cualquier conflicto.
La Santa Virgen, probablemente compadecida de su miseria, le dejaba hacer o se hacía de la vista gorda, mientras que el Chiru Chiru desvalijaba un poco de sus bienes terrenales a los poderosos y a los ricos, generalmente avaros y nada caritativos.
Pero en una noche fatal, trató de apoderarse del único tesoro que poseía un infeliz peón caminero y su familia, consistente en una petaca de cuero que contenía sus pobres ropas, humildes y estropeadas. Como es natural, la Virgen se indignó de sobremanera, y, llamando, interiormente, a la conciencia de su devoto, le prohibió que cometiera semejante atentado; pero el Chiru Chiru se obstinó en ejecutar semejante infamia por considerarle demasiado fácil, no sin insistir en su prohibición, la Virgen abandonó al ladrón de su amparo.
El Chiru Chiru, libre ya de todo escrúpulo, se puso en ejecución inmediata; pero no había entrado en sus planes la contingencia de que iba a tropezar con un hombre que, aunque demasiado infeliz, era tan valeroso y resuelto, que no sólo sabía hacer frente a todas las adversidades de su mala suerte, sino también defender, a sangre y fuego y temerariamente, su propia vida, las de su mujer e hijos y el tesoro de sus miserables harapos. Cuando el Chiru Chiru se colaba ya en la vivienda de aquella pobre familia, por una puertecilla que entreabriera cuidadosamente, el caminero que tenía el sueño muy ligero, despertó inmediatamente y percibiendo un leve ruido y a través del trasluz de la puerta la presencia de una sombra, creyendo que se trataba de algún asesino o de un enemigo encarnizado que tenía, cogió rápidamente el puñal que le servía para sus andanzas y viajes; y como era hombre "que no esperaba recibir para dar" , lanzóse sobre la puerta, sin que el Chiru Chiru tuviese tiempo sino para volver la espalda, en la cual el caminero le asestó una profunda puñalada. Como el ladrón era demasiado ágil, a pesar de su mortal herida y de la estupefacción del caminero, que se detuvo esperando ver desplomarse a su víctima, echó a correr de tal suerte, que aunque el agresor trató de perseguirlo después, no pudo ya alcanzarlo, perdiéndolo entre las sombras de la noche.
Por más que la puñalada no hubiese comprometido el corazón del herido y por mucha que fuese la fortaleza de éste, después de haber corrido unas cinco o seis cuadras, el Chiru Chiru, cuya lesión era demasiado grave, cayó desfallecido, en campo abierto, ya en las afueras de la entonces aun pequeña ciudad. Allí casi agonizante y poseído del más inmenso y sincero arrepentimiento, empezó a clamar a su divina patrona y a implorar su protección.
La Virgen, sin duda conmovida por las fervientes plegarias de su desobediente protegido; viéndolo en trance tan duro y desastrosa, además, de aprovechar de aquel momento supremo de regeneración de su alma, acudió presurosa al sitio en que yacía aquel, y, alentándolo en su fe y prodigándole los más solícitos y delicados cuidados, le condujo, lentamente, hasta su ya descrita guarida.
Instalado el herido en su humilde lecho, la divina enfermera, con todo el amor y la ternura de una madre, le asistió, bondadosa, hasta sus últimos instantes, recogiendo de los labios del ladrón, junto con su arrepentimiento, la sincera gratitud de sus bendiciones. Y cerrados para siempre los ojos del Chiru Chiru, su noble protectora se transformó, en seguida, en la hermosa imagen, que bajo la advocación de la "Virgen de Socavón", es venerada hoy día, en el templo del mismo nombre.
Autor: José Víctor Zaconeta
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